No era un fantasma quien surgió entre la niebla; el callejón resucitó con el sonido de sus tacones presurosos, con un balanceo tal que dibujaba eses incandescentes en los costados del vestido. Mas en el silencio y en la cercanía, los gatos dejan de ser pardos. «Hola», la sorprendí junto al portal. «¡¡Ah!!», y me sonrió confusa al ritmo de un tirabuzón; luego bajó la vista para vivir dentro de su pequeño bolso: buscaba la llave. «No vas a entrar, ángel de amor», le dije. «Ah… ¿no…?» Disparé bajo el ombligo de su coquetería, hacia arriba, para darle más impulso a su doliente abrir de ojos. Arrodillada primero, tumbada después, me habría muerto por conservar su iris. La sangre de su comisura dificultaba sus últimas palabras: «No le digas al párroco que fui… yo… quien asesinó…» «Al pequeño», completé. Así quedamos junto al agua gris y culpable de la bajante exterior.
Santiago Gallego
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